Hay momentos en la vida donde todo te explota en la cara: las deudas, los recuerdos, los arrepentimientos de las malas decisiones, el querer tener la familia que nunca fue. Estaba ahí, frente a una figura de yeso, rodeado de veladoras encendidas, con su cara de santo paciente. Nunca fui devoto, pero siempre me han fascinado los rituales: ese momento donde la gente deja caer las máscaras, se quiebra de rodillas esperando que algo más grande, más ajeno, más sordo, o cualquier cosa, los escuche.
Decidí hincarme. Cerré los ojos y hablé, no con un santo, no con Dios, sino conmigo mismo. Porque ahí, en esa capilla, donde los comerciantes venden artículos religiosos y charlatanas buscan una moneda por leerte la mano, dejé que las palabras salieran: voy a dejar de beber. Un año sin alcohol. No más noches vacías con botellas como compañeras. No más excusas. No más esconderme detrás del humo y la resaca.
No se trata de buscar mandas imposibles, sino definidas, un primer paso. “Divide y vencerás” Así, un primer paso para mejorar mi vida, mis finanzas, mi mente. Por la mujer que dio vida a nuestra sangre, por esa mujer que todavía veo en mis sueños, con su amor que siempre fue más grande que mis errores. Pero, sobre todo, lo hice por mi hija, esa pequeña que no entiende aún las facturas de los adultos, esa niña que no tiene la culpa de que su padre sea un desastre, pero que merece algo mejor. Alguien mejor.
Me santigüé, como si eso tuviera algún poder, y salí. Afuera, el sol quemaba como un recordatorio de que la vida no se detiene porque tú decidas reformarte. El calor te aplasta igual. El polvo se mete en tus zapatos igual. Pero ahí iba yo, con mi juramento colgado del cuello como una cadena pesada.
Y entonces llegó su mensaje. Su voz atravesó el teléfono como un balde de agua fría:
“No hay ninguna relación como padres, no hay nada. Solo tú eres el papá de nuestra hija y yo soy la mamá, y ya. Si quieres estar bien, respeta eso. No hay nada más, es todo lo que hay.”
Me detuve en seco. Las palabras golpearon como un ladrillo en la cara. ¿Cómo que no hay nada? Si yo soy el papá y ella la mamá, entonces somos los padres de nuestra hija, ¿no? Esa frase, tan sencilla, tan directa, me dejó congelado bajo el sol. No entendía por qué tanto distanciamiento, por qué esa barrera que parecía levantar entre los dos.
Habíamos sido tantas cosas: amigos, pareja, padres, y ahora éramos solo eso, dos personas que tuvieron una hija. Me dio tristeza, claro, pero también una especie de enojo seco, un fuego que no quema, que solo te deja mirando el suelo mientras piensas en lo jodido que están las cosas.
Y, aun así, siempre pienso que las cosas cambian. A veces, lo que tanto soñamos no se cumple, pero lo que no esperamos llega, porque todo puede pasar. Pienso en esos pequeños actos, como cuando me llamaba por un apodo que compartíamos en tiempos mejores. Pienso en ese viaje donde se acostó en mis piernas y acaricié su cabello. En esos días en los parques, viendo a nuestra hija correr, jugar, trepar, deslizarse, columpiarse, como si fuéramos una familia.
Esas cosas me hacían creer que, quizás, todavía quedaba un poquito de cariño en su corazón. Aunque ella diga que no hay nada más… HOY.
A veces, la vida te lanza esas verdades a la cara y no queda otra más que tragártelas y seguir caminando, intentándolo, mejorando. Pero ahí, en medio del polvo y el calor, me pregunté si realmente podía aceptar “es todo lo que hay” como la última palabra. Tal vez no. Tal vez nunca.
Porque mañana, cuando el año termine y otro comience, quiero estar con ellas. Quiero cerrar este ciclo de la vida a su lado. Que el último recuerdo del año no sea uno de vacío, sino de esperanza. Mientras quede un pedazo de oportunidad, aunque sea pequeño y frágil, seguiré apostando por algo más.
Por ellas. Por nuestra hija. Por lo que podríamos ser. Por una familia. Por un año que, tal vez, nos dé la oportunidad de empezar de nuevo… por centésima, y última vez.
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